UN PASO UN TANGO

miércoles, 30 de noviembre de 2022

ENTRETIEMPO. Intervenciones literarias

 

Entretiempo' es el momento del partido de fútbol en el que se piensa cómo se va a volver a salir a la cancha y se motiva al equipo. Este espacio tiene el mismo sentido: frenar la pelota, pensar cómo uno viene jugando y cómo puede mejorar.

Frenar la pelota (vida), interrumpir con literatura...

Un verano italiano. Eduardo Sacheri

No puedo escuchar la música del Mundial de 1990 sin entristecerme. Supongo que ustedes saben a qué melodía me refiero. Todos los mundiales tienen la suya. Esa cancioncita que acompaña las transmisiones y que a veces cantan en vivo en la ceremonia inaugural. Creo que la del Mundial de los Estados Unidos se llamó “Gloria” o cosa por el estilo. En México hablaba de “el mundo unido por un balón” o alguna otra pavada alusiva. En el de Corea-Japón no sé cuál fue la oficial, pero aquí en la Argentina se la pasaron dale que dale con la cancioncita del gordo Casero. 

  La música de la que hablo, si la memoria no me traiciona (y guarda que bien podría ser que me traicione: ya no me acuerdo de las cosas como antes), se llamaba algo de “Un verano italiano” y sonaba como esas canciones tanas de los años sesenta, melodiosas y levemente azucaradas pero no empalagosas. La cantaban un muchacho y una chica de voces potentes y ásperas.

  Si a cualquier argentino más o menos futbolero le ponen seis o siete compases de esa  cancioncita seguro que la ubica al toque. Y tal vez a más de uno le produzca una sensación rara volver a escucharla. Triste, o nostálgica, o vaya uno a saber qué. Alguno recordará el dolor de esa final contra Alemania y el penal que les regaló ese mexicano turro. Otro preferirá regodearse en el recuerdo del gol de Caniggia a los brasileños. Alguno se sentirá vengado con la definición por penales contra los italianos y sus caras de velorio en el final. Habrá quien no pueda sacarse de la cabeza la imagen de Maradona puteándolos a todos mientras silbaban el himno.

  Pero mi tristeza es algo más personal. Si me permiten, más profunda. Me detengo. Releo lo que he escrito y me veo reflejado, mientras escribo, en el vidrio de la ventana. Me pregunto qué hago contándoles a ustedes estas cosas. Yo, con esta cara de gordito pacífico. Estas pecas de pelirrojo. Estos ojos siempre ojerosos. No es que pretenda definirme como feo, guarda. No sé si soy feo. Supongo que soy simplemente anodino, anónimo. Yo mismo recuerdo mi cara porque es mía. Si no fuera mía difícilmente la recordaría. Imagino que a los demás les pasa lo mismo.

  Vuelvo a detenerme y a releer, ahora el último párrafo. Es patético, la pucha. Si fuese solamente aburrido vaya y pase. Pero es patético. Cuando mi jefe lo reciba en la redacción no va a pensar, como otras veces, “Trobiani se puso denso”. Seguro que esta vez va a concluir “Trobiani es un pelotudo”. Bueno, que se joda, qué tanto. ¿O se cree que es tan fácil mandar una columna todos los lunes para que salga todos los martes?

  Ahora es la madrugada del lunes. La tarde del domingo la pasé en blanco. Ordené papeles. Colgué unos estantes nuevos en la biblioteca. Parece mentira cómo se juntan los libros. Y yo no tiro ninguno. Superstición, supongo. Recibo pilas, carradas, montañas de libros. Y no soy capaz de tirarlos, aunque la mayoría sea un asco. Educación de clase media profesional, supongo. “Los libros no se maltratan, nene”. Esos mandatos quedan. La ventaja de vivir solo es ésa, creo. Puedo ir ocupando las paredes con más y más anaqueles para libros que no voy a leer, pero que tampoco voy a tirar. Terminé tardísimo. Miré un partido de la liga inglesa, y no sé a cuento de qué pasaron algunas imágenes de Italia 90 con la musiquita de fondo. Y fue como si me tiraran un cañonazo en el pecho. Me derrumbé en un sillón y empecé a recordar. No pienso siempre en eso. Pero a veces me ocurre. Más si escucho la musiquita, como me pasó esta noche. Fui paso a paso, día por día, sensación por sensación, hasta que me quedé vacío de recuerdos. Cuando miré el reloj había pasado como una hora. Entonces me levanté y vine aquí, a la computadora, y escribí que no puedo escuchar la música de Italia 90 sin entristecerme.

  En esa época yo estaba en la facultad. Según el viejo axioma que reza “Serás lo que debas ser o si no serás abogado o contador”, gastaba mi año número veinticuatro cursando segundo de Económicas. No puedo explicar qué hacía yo estudiando Económicas, pero no me desespera porque tampoco puedo explicar cosas mucho más importantes de mi vida, y aquí estoy, si vamos al caso. 

  El asunto es que cursaba segundo año y solía parar, antes de que se hiciera la hora de cursar, en un bar de la calle Uriburu, cerca de la facu. Me encontraba con otros tres o cuatro fulanos, conocidos apenas, que compartían conmigo alguna materia. Siempre odié estudiar. Siempre aborrecí estarme quieto, sentado, recitando de memoria párrafos de libros de estudio (no sé estudiar de otra manera). De modo que juntarme con estos tipos me aliviaba en parte la tortura. No importan sus nombres ni interesan sus historias. Tal vez ahora sean Señores Contadores Públicos Nacionales, se hagan llamar Doctores y cobren buen dinero por asesorar a sus clientes sobre la mejor manera de evadir impuestos. No, olviden eso último. Hablo de envidia, porque en mi educación de clase media profesional pesa, y mucho, el estigma de no tener título universitario.

  Me estoy yendo de tema, esta historia va a quedar larguísima y, cuando la lea mi jefe, va a querer asesinarme. A lo mejor igual la publican. Todo depende del espacio que les quede a la hora del cierre. Pero seguramente tendrán que tijeretearla por todos lados. Habrá que ver cómo queda después de la poda. Si así, enterita, es insufrible, no me quiero imaginar lo que será la versión compactada. Pero bueno, allá ustedes si terminan leyéndola. 

  Lo importante no son los tipos que se juntaban conmigo, sino la novia de uno de ellos. La vi por primera vez en abril, un jueves al atardecer, antes de entrar a cursar. La trajo el punto este que estudiaba conmigo, de la mano. No puedo describirla. A las mujeres que he amado no se les ajustan nunca las palabras. Quédense con eso. O déjenme agregar que cuando me miraba yo me sentía nadando en agua tibia. Mejor cuando corrija estas páginas tacho lo último que puse. ¿Qué boludez es eso del agua tibia? Aunque no sé, tal vez lo dejo y alguien me entiende.

  Soy un tipo que respeta ciertos códigos. Nunca fui de esos fulanos que tratan de levantarse a las novias ajenas. No va conmigo. De modo que traté de no darle demasiada trascendencia. Pero al día siguiente volví al café, mejor vestido y recién afeitado, esperando verla. Victoria (así se llamaba esa belleza) también estudiaba Económicas, pero estaba unas cuantas materias adelantada con respecto al inútil del novio. Cuando lo acompañaba a nuestras reuniones del grupo se quedaba un poco al margen. Abría algún libro, o sacaba algún apunte, se calzaba unos anteojos pequeñitos que le quedaban hermosos y se ponía a estudiar en silencio. Yo ni la miraba. No digo que me cuidaba de que los demás me vieran mirándola demasiado. No. En todo lo que duraba nuestro encuentro no le dirigía ni un vistazo. Sospechaba que si posaba los ojos en ella los demás iban a apiolarse y no tenía interés en pasar vergüenza. Ya dije que no soy precisamente un Adonis. Y hace trece años era igual de feo que ahora. Y la chica esta no estaba casada pero casi. Estaban de novios poco menos que desde salita verde. Se casaban a fin de año. ¿Qué sentido tenía darme manija con esa mina? Ninguno, ninguno. Pero igual me daba una máquina descomunal. En mayo aprendí que si me sentaba junto a la ventana podía mirarla a mi gusto en el reflejo, como si estuviese mirando para afuera. Debo haberme pasado horas con cara de idiota, con la vista clavada supuestamente en la vereda de enfrente. Los demás habrán pensado que yo era medio filósofo, porque jamás dijeron nada. Así yo podía mirarla hasta cansarme, y como no me cansaba nunca, podía mirarla durante horas. Creo que la observé, en esos meses, más de lo que ninguna otra persona pudo haberlo hecho durante el resto de su vida. Más la miraba, más me enamoraba. Me torné un experto en detectar sus estados de ánimo a partir de mínimos signos subrepticios. Sabía que en sus días malos resoplaba a cada rato, inflando un poco las mejillas. Que cuando estaba contenta se quitaba los lentes cada dos minutos, como si su peso fuera un estorbo. Que cuando algo la preocupaba o le dolía se mordía el labio inferior con sus dientes chiquitos y blancos. Que si alguien le dirigía repentinamente la palabra su timidez la hacía sonrojarse y pestañear varias veces antes de responder. Por supuesto que, tal como comprobé en la primera tanda de parciales, nunca tuve ni la mínima noción de los temas que se estudiaron en esos encuentros, pero ¿qué importancia tenía todo, comparado con ella?

  Ya no recuerdo por qué, pero cuando debutó la Argentina contra Camerún estábamos en el café, todos juntos. Naturalmente, durante el lapso que duró el partido nadie tocó un apunte. Cuando terminó, unos cuantos se levantaron masticando bronca. El novio de Victoria se había agarrado una calentura atroz y dijo que se iba a caminar. Los otros tres lo siguieron, y de repente me encontré en el Paraíso. Una mesa de café para seis personas con cuatro puestos vacíos. Victoria y yo. Frente a frente. Nos miramos. No sé por qué ella sonrió cuando estuvimos solos, pero le devolví la sonrisa mientras la cara se me encendía de vergüenza. Comentó algo del partido y que no entendía a los hombres que se ponían frenéticos con el fútbol. No sé qué idiotez contesté, atropellándome con las palabras, porque no podía pensar en nada. Al rato volvieron los idiotas y ella retornó a sus libros. No pegué un ojo en dos noches, recreando una vez y otra vez nuestra primera charla a solas. 

  El segundo partido fue contra la Unión Soviética, por la tarde, creo que un martes. De nuevo estábamos todos juntos en el café. Cuando se fracturó Pumpido, en la mesa se tiraban de los pelos. Yo, serenamente, dije que Goycochea era un arquerazo, salvo en los centros. Me miraron torcido, pero me mantuve en lo mío. Lo había visto seguido desde la época de la reserva de River, y realmente pensaba lo que acababa de decir. Después del partido Victoria abandonó el café delante de mí. En realidad yo sostuve la puerta vaivén y le cedí el paso, cosa que el inútil del novio no hacía jamás de los jamases. Caminamos juntos la media cuadra que nos separaba de la facultad apenas detrás del resto. Ella dijo que pensaba como yo con respecto a Goycochea. Sentí que me moría de felicidad. Era una estupidez, una trivialidad, pero que lo dijera entonces, lejos de los otros, sólo para mí, creaba algo, una intimidad nueva, un puente que nos distinguía y nos separaba de los demás y nos aproximaba. Me envalentoné y le dije que ese arquero nos iba a llevar lejos. Ella se rió y me dijo que me tomaba la palabra. Yo me hice el serio y juré que la Argentina tenía cuerda para rato en el Mundial. La semana siguiente me pareció estar en el Cielo. En la mesa del café comentaban cada tres minutos la fatalidad de tener que jugar contra Brasil. El novio de Victoria, que la jugaba de entendido, decía que no había manera de ganarle. Los demás asentían o polemizaban. Yo permanecía callado. De vez en cuando Victoria me miraba y sonreíamos. De buenas a primera yo tenía algo con ella. Algo en lo que nadie más participaba. Ese domingo vi el partido en casa, solo. Mis viejos habían salido, no recuerdo adónde. El primer tiempo lo vi con una almohada en la cabeza. Cada vez que las camisetas invadían el área argentina yo me tapaba la cara y rezaba. De más está decir que me pasé cuarenta y cinco minutos medio sofocado y con más avemarías en mi haber que una vieja devota. El gol de Caniggia salí a gritarlo a la calle, con tal desafuero que me estropeé la garganta por una semana. Después me puse tan nervioso que apagué la tele y esperé rezando el final del partido. Cuando iba a encender la radio para enterarme del resultado sonó el teléfono. Antes de contestar supe que era ella. Faltó poco para que dijera “Hola, Victoria” al levantar el auricular. En realidad, hacía unas semanas que miraba de reojo el teléfono esperando ese milagro. ¿Por qué? Nunca tuve la menor idea, pero en esos días yo me movía, a ciegas, con la seguridad de un predestinado. Me recordó mi promesa y me dio las gracias, como si yo hubiese sido responsable de haber ganado esa epopeya. Me reí. Me solté. Probablemente haya dicho alguna frase ingeniosa. Estaba en las nubes. Recién al colgar reparé en la circunstancia de que yo nunca le había dado mi número. De modo que se había animado y con alguna excusa lo había conseguido de su novio o alguno de los otros. Así que habría inventado alguna excusa para llamar a un compañero de su novio. Esa complicidad me llenó de alborozo. Me sentí invencible. Más allá de todas las posibilidades, por encima de todas mis previsiones y superando todas las probabilidades, Victoria se había fijado en mí de alguna forma. Seguramente no me merecía semejante privilegio. Pero yo disfrutaba como un beduino.

  Cómo somos los humanos. Qué cosa jodida que somos. Ha entonces yo había estado tranquilo, tranquilísimo. Era punto, perdedor nato, nada, nadita. Por eso me había atrevido a conversar un par de veces con ella. Por eso me habían surgido comentarios ingeniosos. Si seguro que la mina se interesó porque a mí no se me notaba el amor enceguecido que para entonces sentía por ella. Bastó que Victoria me apuntase los cañones con ese llamado del partido contra Brasil para que a mí me entrasen unos nervios galopantes. Ella lo notó, estoy seguro, aunque también estaba rara. Tensa. Seria. Con todos salvo conmigo. A veces era tan evidente que yo temía que el idiota del novio se diese cuenta. A los demás les ladraba; a mí me sonreía. A los demás los ignoraba, a mí me sacaba charla. El novio, más allá de su indudable cretinismo, empezaría indefectiblemente a apiolarse. 

  Con Yugoslavia jugamos un sábado al mediodía.

  La gente en el bar se masticaba los vasos de los nervios. Antes de la definición por penales fui al baño y me crucé en el pasillo con ella. No lo premeditamos. Simplemente se dio así: yo iba y ella volvía, y nos interceptamos involuntariamente en un pasillito de medio metro de ancho. Cuando me miró me dieron ganas de llorar, porque no podía creer que alguien pudiese mirarme alguna vez a mí con esos ojos. Me preguntó con quién íbamos a jugar si pasábamos a Yugoslavia. Contesté maquinalmente que la semifinal era el miércoles, contra Italia. Sin dejar de mirarme me dijo que le encantaría que la viésemos los dos juntos. El corazón se me salió por la boca y escapó dando saltitos por las baldosas grises del pasillo. Con lo que me quedaba de vida le devolví la sonrisa.

  Recuerde, amigo lector, lo que usted sintió durante esa definición del partido por penales en que la Argentina lo tuvo para ganarlo, lo tuvo para perderlo, y finalmente lo ganó gracias a Goycochea. Imagine lo que pude haber sentido yo, que además de un pasaje a la semifinal del Mundial me jugaba un encuentro a solas con Victoria. Cuando ganó la Argentina el bar se convirtió en un quilombo. Cualquiera abrazaba a cualquiera, y a la primera de cambio terminé en sus brazos y ella en los míos. Fue un segundo, porque cuando nos dimos cuenta nos soltamos, turbados. Pero el perfume de esa chica... no sé, prefiero no describirlo para no quitarle lo sagrado.

  El miércoles elegimos un bar de Once, bien lejos de todos esos fulanos de Económicas, noviecito incluido. Debo haber sido el único argentino que encontró un motivo de alegría en el gol de Italia.

  Victoria, apesadumbrada, me aferró la mano y no me la soltó hasta que lo empató Caniggia. Cuando iba a empezar la definición por penales volvió a mirarme como lo había hecho en el pasillo del otro bar. Me dijo que después de la final quería que nos viéramos. Yo asentí. Releo lo que puse. Eso de “asentí” suena muy formal, muy severo. Pero es cierto. Lo único que hice fue mover la cabeza de arriba hacia abajo, porque tenía la lengua paralizada. Victoria no estaba diciendo que nos juntásemos a ver la final. Hablaba de encontrarnos después. Y ésa era la puerta hacia el futuro. El Mundial nos había unido. Terminado el Mundial arrancaría nuestra historia. No cometí la torpeza de preguntar por su novio o por su inminente matrimonio. Simplemente moví la cabeza diciendo que sí. No hacía falta más.

  Cuando empezaron los penales volvió a tomar mi mano. Y el abrazo que nos dimos cuando Goyco nos dio otro empujón a la gloria fue más profundo, más largo, más cálido que aquel otro que nos unió después de Yugoslavia. Y no sólo porque estábamos lejos de miradas indiscretas, sino porque era un pasaje, una llave maestra que nos abría la penúltima puerta.

  No lo habíamos dicho. Pero el destino de lo que nos estaba pasando iba de la mano con ese derrotero de locos de la Argentina en el Mundial de Italia. Desde ese comentario tonto después de la derrota contra Camerún, pasando por los elogios a Goyco cuando la Unión Soviética, hasta ese abrazo lleno de promesas del partido con Italia. En los días siguientes no pude pensar en otra cosa, naturalmente. Dudo que haya dormido más de cinco o seis horas, si sumo todas las noches desde el miércoles hasta el domingo. La musiquita del mundial me sonaba en los oídos a todas horas. Y no sólo por el tachín tachín de la radio y de la tele, que no paraban de hablar del milagro argentino y todo eso. Me sentía parte del milagro o, más bien, protagonista de mi propio milagro paralelo. Yo era como la Argentina, que seguía avanzando contra todos los pronósticos y desafiando todas las leyes de probabilidades. Los jugadores no lo sabían, pero al ganarles a los rusos me habían mantenido en carrera a mí. Al eliminar a Brasil me habían entreabierto las puertas del Paraíso. Yo me había colgado con ellos del travesaño en el primer tiempo. Yo había esquivado las camisetas amarillas del mediocampo junto al Diego. Mi alma había corrido con el viento y la melena rubia del Cani cuando lo sobró al arquero por la izquierda. Todo mi futuro se había encomendado en las manos sagradas de Goycochea en esos penales memorables.

 


Victoria me llamó el domingo al mediodía. Nos costó hablar. Estábamos nerviosos. Pero también rabiosamente felices. Acordamos dónde vernos, para evitar a los testigos peligrosos y a las multitudes de los festejos.

  El partido lo vi solo, en mi cuarto. Cuando le pegaron a Calderón en el área de Alemania grité penal, me abracé a la almohada y rodé por el piso. Cuando vi que el mexicano se hacía el otario con el “Siga, siga”, sentí que algo se rompía en el futuro que había estado construyendo. Y cuando el delincuente ese les dio el penal de biógrafo que les dio, no pude con mi desesperación y salí a la vereda. El mundo estaba muerto. No se veía a nadie. Me dije que si el Goyco lo atajaba, los gritos iban a anunciármelo. Pasaron los minutos. Entendí que habíamos perdido. Volví adentro y vi los festejos de los alemanes.

  Lloré. No sé a qué tarado de la transmisión se le ocurrió pasar la musiquita del Mundial. Yo supe que ésa era la despedida. Mientras el Diego lloraba, y mientras los alemanes recibían la copa, yo me sentí como la Cenicienta a las doce y un minuto. Me miré en el espejo. Me vi como era y como soy. Feo, torpe, desgarbado, insulso. Supe que se había roto el hechizo. Y que Victoria debía estar despertando también del suyo. La imaginé reconstruyendo esas semanas de locos. Seguramente estaría acalorándose al recordar el modo en que me había mirado, avergonzándose al pensar en las cosas que había insinuado, arrepintiéndose al sacar cuentas de hasta dónde había permitido llegar esa historia ridícula conmigo. De modo que le simplifiqué las cosas y le evité el mal trago de tener que decírmelo en la cara. Me quedé en mi pieza, y cada vez que pasaron la musiquita esa del “Verano italiano” puse la tele a todo volumen. Tal vez fue estúpido, pero fue mi modo de despedirme.

  Obviamente, jamás volví al bar de nuestros encuentros. Para evitar tener noticias suyas dejé la facultad. A fin de cuentas, no tenía sentido torturarme. Probablemente en el grupito de estudio les haya llamado la atención mi ausencia definitiva. Alguno, tal vez, habrá comentado algo. Otro habrá concluido en que, a la luz de mi rendimiento universitario, había tomado una buena decisión. Y Victoria, mordiéndose apenas el labio inferior, habrá pensado lo mismo.

EL mundial de 1990. Eduardo Galeano

Hasta el papa de Roma ha suspendido sus viajes por un mes. Por un mes, mientras dure el Mundial de Italia, estaré yo también cerrado por fútbol, al igual que muchos otros millones de simples mortales.

Nada tiene de raro. Como todos los uruguayos, de niño quise ser futbolista. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que hacerme escritor. Y ojalá pudiera yo, en algún imposible día de gloria, escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza de Pelé y la penetración de Maradona.

En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos, y me consta que también la profesan en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que públicamente desprecian el fútbol o lo acusan de todo. La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera, seguramente los pobres harían la revolución social y todos los analfabetos serían doctores; pero, en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del opio de los pueblos.

Y la verdad sea dicha: este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy valiosa mercancía que se cotiza y se compra y se vende y se presta, según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes.

La ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación. Importa el resultado cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resultado es enemigo del riesgo y la aventura. Se juega para ganar o para no perder, y no para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando, y el agua en las venas garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse y divertir, la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de evocación nostalgiosa.

El fútbol sudamericano, el que más comete todavía estos pecados de lesa eficiencia. Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual del mundo, el fútbol sudamericano es una industria de exportación: produce para otros. Nuestra región cumple funciones de sirvienta del mercado internacional. En el fútbol, como en todo lo demás, nuestros países han perdido el derecho de desarrollarse hacia adentro. No hay más que ver a los seleccionados de Argentina, Brasil y Uruguay en este Mundial de 1990. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente un tercio juega en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y pertenecen casi todos a los equipos europeos. El sur no sólo vende brazos, sino también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de la sociedad de consumo.

Muy pronto cambiará la reglamentación internacional. Los clubes europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro o quizá cinco jugadores extranjeros. En ese caso, me pregunto qué será del fútbol sudamericano.

En tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la Tierra es redonda por lo mucho que se parece al balón que gira mágicamente sobre el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra que esta Tierra no es muy redonda que digamos.

ENTRETIEMPO. Intervenciones literarias

 

Entretiempo' es el momento del partido de fútbol en el que se piensa cómo se va a volver a salir a la cancha y se motiva al equipo. Este espacio tiene el mismo sentido: frenar la pelota, pensar cómo uno viene jugando y cómo puede mejorar.

Frenar la pelota (vida), interrumpir con literatura...

Gallardo Pérez, referí.  Osvaldo Soriano

Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de veinte años, en la Patagonia, el refería era el verdadero protagonista del partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la damajuana, porque ni el referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de suicidas.

Había, en aquel tiempo, un club invencible en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no tenía más de trescientos o cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las dunas, con una calle central de cien metros y, más allá, los ranchos de adobe, como en el far-west. A orillas del río Limay estaba la cancha, rodeada por un alambre tejido y una tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las "preferenciales", las de los comerciantes, los funcionarios y los curas. Los otros veían el partido subidos a los techos de los Ford A o a las cajas de los camiones de la empresa que estaba construyendo la represa.

Todos nosotros estábamos bajo el influjo del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero nadie lo había visto jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los partidos. Y también por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso, pero traían la foto de Pelé, el dibujo de cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.

Yo jugaba en Confluencia, un club de Cipolletti, pueblo fundado a principios de siglo por un ingeniero italiano que tenía un monumento en la avenida principal. Todavía las calles no habían sido pavimentadas y para ir al fútbol los domingos de lluvia había que conseguir camiones con ruedas pantaneras.

Confluencia nunca había llegado más arriba del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al campeón. Muy de vez en cuando, pero le dábamos un susto.

Ese día teníamos que jugar en la cancha de Barda del Medio y nunca nadie había ganado allí. Los equipos "grandes" descontaban de sus expectativas los dos puntos del partido que les tocaba jugar en ese lugar infernal. Los muchachos de Barda del Medio, parientes de indios y chilenos clandestinos, eran tan malos como nosotros suponíamos que eran los holandeses o los suecos. Eso sí, pegaban como si estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada como visitantes, era impensable perder en su propia casa.

El año anterior les habíamos ganado en nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por dos a cero con un penal y piadoso gol en contra de Gómez nuestro marcador lateral derecho. Es que nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas terribles sobre la suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol en su reducto.

Entonces, todos los equipos que iban a jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a sus mejores jugadores y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total, el partido estaba perdido de antemano.

El referí llegaba temprano, almorzaba gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba un penal antes de que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado en goleada, se quedaba para el baile.

Ese día inolvidable, nosotros salimos temprano y llevamos un equipo que nos había costado mucho armar porque nadie quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo era muy joven y recién debutaba en primera y quería ganarme el puesto de centro delantero con olfato para el gol. Los otros eran muchachos resignados que iban para quedarse en el baile y buscar una aventura con las pibas de las chacras.

Después del masaje con aceite verde, cuando ya estábamos vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí Gallardo Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar que todo estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo que decía con lo quería decir.

Le dijimos -y éramos sinceros- que todo estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas. Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli, un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.

Ni bien saludamos al público que nos abucheaba, el defensa Giovanelli se me acercó y me dijo: "Guarda, pibe, no te hagas el piola porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos y allí estaban, pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez habían dejado colgado a algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y lo traté de "señor". Giovanelli, que tenía un párpado caído surcado por una cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma advertencia a los otros delanteros.

La primera media hora de juego fue más o menos tranquila. Empezaron a dominarnos pero tiraban desde lejos y nuestro arquero, el Cacho Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido demasiado escandaloso y nos habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un tiro en un poste y el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que ellos vinieran a hacer su gol de cabeza.

Pero ese día, por desgracia, estaban sin puntería y sin suerte. Todos hicimos lo posible para meter la pelota en nuestro arco, pero no había caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área, ellos la tiraban afuera. Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a las nubes o a las manos del arquero.

Al fin, harto de esperar y cada vez más nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales. El primero salió por encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese día, como dijo en voz alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris.

El problema parecía insoluble y la tribuna estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que jugábamos sucio. Al promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes.

El escándalo se precipitó a cinco o seis minutos del final. El Flaco Ramallo, cansado de que lo trataran de maricón, rechazó una pelota muy alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía arrastrando los talones. Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió la pelota y se cayó. La tribuna se quedó en silencio, un vació que me calaba los huesos mientras me llevaba la pelota para el arco de ellos, solo como un fraile español.

El arquerito de Barda del Medio no entendía nada. No sólo no podían hacer un gol sino que, además, se le venía encima un tipo que se perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de tiro. Entonces salió a taparme a la desesperada, consciente de que si no me paraba no habría noche de baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme compañía en el árbol de fama siniestra. Él hizo lo que pudo y yo lo que no debía. Era alto, narigón, de pelo duro, y tenía una camiseta amarilla que la madre le había lavado la noche anterior. Me amagó con la cintura, abrió los brazos y se infló como un erizo para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la insensatez de la adolescencia, que tenía las piernas arqueadas como bananas y me olvidé de Giovanelli y de Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.

Le amagué una gambeta y toqué la pelota de zurda, cortita y suave, con el empeine del botín, como para que pasara por ese paréntesis que se le abría abajo de las rodillas. El narigón se ilusionó con el driblin y se tiró de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor y el baile de Barda del Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como una gota de agua que se escurre entre los dedos.

Antes de ir a recibirla a su espalda le vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El Gráfico.

No sé si el referí Gallardo Pérez alcanzó a convalidar el gol porque era tanta la gente que invadía la cancha y empezaba a pegarnos, que todo se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron en la cabeza con la valija del masajista, que era de madera, y cuando se abrió todos los frascos se desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para machucarnos la cabeza.

Los cinco o seis policías del destacamento de Barda del Medio llegaron como a la media hora, cuando ya teníamos los huesos molidos y Gallardo Pérez estaba en calzoncillos envuelto en la red que habían arrancado de uno de los arcos.

Nos llevaron a la comisaría. A nosotros y al referí Gallardo Pérez. El comisario, un morocho aindiado, de pelo engominado y cara colorada, nos hizo un discurso sobre el orden público y el espíritu deportivo. Nos trató de boludos irresponsables y ordenó que nos llevaran a cortar los yuyos del campo vecino.

Mientras anochecía tuvimos que arrancar el pasto con las manos, casi desnudos, mientras los indignados vecinos de Barda del Medio nos espiaban por encima de la cerca y nos tiraban más piedras y hasta alguna botella vacía.

No recuerdo si nos dieron algo de comer, pero nos metieron a todos amontonados en dos calabozos y al referí Gallardo Pérez, que parecía un pollo deshuesado, hubo que atenderlo por hematomas, calambres y un ataque de asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa cancha con otra, ese partido con otro, ese gol con el que le había costado los dos dientes de arriba.

Al amanecer, cuando nos deportaron en un ómnibus destartalado y sin vidrios, bajo la lluvia de cascotes, nuestro arquero, el Cacho Osorio, se acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho un gol así. "Se comió el amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un rato agachado, moviendo los brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese gol.

Cuando se despertó, a mitad de camino, Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me llamaba. Seguía en calzoncillos, pero tenía el silbato colgando del cuello como una medalla.

-No se cruce más en mi vida -me dijo, y la saliva le asomaba entre las comisuras de los labios-. Si lo vuelvo a encontrar en una cancha lo voy a arruinar, se lo aseguro.

-¿Cobró el gol? -le pregunté. -¡Claro que lo cobré! -dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse- ¿Por quién me toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo derecho.

-Gracias -le dije y le tendí la mano. No me hizo caso y se señaló los dientes que le faltaban.

-¿Ve? -me dijo-. Esto fue un gol de Sívori de orsai. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.

El ídolo. EL FUTBOL A SOL Y SOMBRA, EDUARDO GALEANO

Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y

de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo

abrazado a una pelota.

Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega

que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en

sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes,

domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.

La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca.

Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies,

los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia

de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de

taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.

—¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!

La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas

cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.

Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de

oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el

apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico,

el artista una bestia:

¡Con la herradura no!

La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor:

¡Momia!

A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.

MARADONA, EDUARDO GALEANO

Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.


Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacía años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer».

Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.

El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.

Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradona y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.

Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.

Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.

«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída, el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.

Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.

La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, el precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.

Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, le reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar:

—El último astro argentino fue Di Stéfano.

Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.

En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohíbe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz. 

Gol de Maradona. Eduardo Galeano de El fútbol, a sol y sombra.

 

Fue en 1973. Se medían los equipos infantiles de Argentinos Juniors y River Plate, en Buenos Aires.

El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero centro del River y emprendió la carrera. Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca. Aquel equipo de chiquilines, los Cebollitas, llevaba cien partidos invictos y había llamado la atención de los periodistas. Uno de los jugadores, El Veneno, que tenía trece años, declaró:

-Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo.


Habló abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona, que tenía doce años y acababa de meter ese gol increíble.

Maradona tenía la costumbre de sacar la lengua cuando estaba en pleno envión. Todos sus goles habían sido hechos con la lengua fuera. De noche dormía abrazado a la pelota y de día hacía prodigios con ella. Vivía en una casa pobre de un barrio pobre y quería ser técnico industrial.

Maradona si, Galtieri no. Osvaldo Soriano 

Nunca entendí por qué a ningún diario argentino se le ocurrió enviar un cronista a seguir el partido Argentina-Inglaterra desde Puerto Argentino. Allí no admiten criollos, pero ésa no es suficiente excusa: podrían haber mandado a uno de otra nacionalidad. Hoy muchos argentinos tienen más pasaportes que un agente secreto de la CIA o de la KGB.

 

Cuando Diego Maradona saltó frente al arquero Shilton y le pasó la pelota con una mano por encima de la cabeza, el concejal Louis Clifton tuvo su primer desmayo en las Malvinas. El segundo, más prolongado, ocurrió cuando Diego dribleó a media docena de ingleses y consiguió el segundo gol de Argentina. Afuera un viento helado barría las desiertas calles e Port Stanley y las tropas británicas estaban en el cuartel oyendo, azoradas, cómo el pequeño diablo del Nápoli les arruinaba el festejo del cuarto aniversario de la reconquista de los que ellos llaman las Falkland.

 

El sábado, Clifton había llamado al único periodista condenado a vivir en ese lugar para anunciarle que todos los habitantes del archipiélago, deseaban el triunfo británico, “igual que en 1982”. Ese año, Inglaterra no sólo ganó la guerra: también venció en el partido por la copa del mundo, en España. Esta vez fue diferente porque Maradona estaba inspirado con las manos como con las piernas y el árbitro tunecino Alí Bennaceur era del Tercer Mundo y no hacía diferencias entre un miembro superior y uno inferior del cuerpo humano.

 

De modo que el concejal Clifton sospechó la conjura y trató de comunicarse con el Foreign Office mientras yo, desde mi casa de La Boca, trataba de llamarlo a él para explicarle que cuando nosotros éramos chicos los goles con tanta gambeta se anotaban dobles, de manera que el segundo de Diego valía también por el que metió con el puño.

 

Pero no es fácil comunicarse con las Malvinas desde Buenos Aires. En Entel se sorprendieron cuando les expliqué que quería llamar a Clifton y me dieron un número en el que luego de media hora de espera me dijeron que la única manera era hablar por radio, a través de las ondas cortas. Como las Malvinas son territorio de ultramar, el servicio es el mismo que para comunicarse con un barco en medio del Atlántico.

 

La cosa era así: si yo estaba dispuesto a esperar, la radio lanzaría una señal más o menos desesperada y larga hasta que el adormecido jefe de Port Stanley la captara, saliera de su estupor, y si no había demasiada nieve, corriera a buscar a Míster Louis Clifton que estaba desmayado de espanto.

 

Esto ocurría mientras Bélgica y España forcejeaban para saber quién sería el rival de Argentina en las semifinales. Cuando llegó la hora de los penales desistí de hablar con el concejal Clifton por temor a provocar un incidente internacional.

 

En las calles de Buenos Aires desfilaban centenares de coches con banderas que reclamaban la devolución de las Malvinas que el general Galtieri perdió del todo en 1982. en los camiones repletos de muchachones que partían de los barrios, se cantaba el nombre de Maradona y las radios retomaban un tono chauvinista que habían abandonado desde la capitulación de Puerto Argentino.

 

“Estamos entre los cuatro mejores del mundo”, gritaba José María Muñoz, el mismo que en 1979 incitó a la multitud que festejaba el título mundial juvenil para que repudiara a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que visitaba Buenos Aires.

 

Don Salvatore, mi vecino, se había caído de la silla con el segundo gol de Maradona y no quiso que lo levantaran hasta que el partido no hubiera terminado. Desde la eliminación de Italia que don Salvatore no probaba bocado y los gatos de todo el barrio se acercaban a comer lo que él dejaba. El sábado, con el vértigo de Francia-Brasil, hubo que sacarlo tres veces de la vereda porque los franceses del barrio no toleraban que cantara la Marsellesa con la letra de la Marcha peronista.

 

Cuando Platini tiró el penal a la tribuna, don Salvatore escupió hacia el televisor y preguntó a gritos quién era el imbécil que podía comparar semejante salame con el gran Maradona. Se refería a mí, que había escrito en ‘Il Manifesto’ un artículo donde ponía en duda el genio de Diego.

 

Al atardecer pudimos levantarlo y convencerlo de que se tomara unos mates y comiera unas galletitas, porque estaba tan flaco que parecía un espectro. Don Salvatore ya había asumido al equipo de Argentina como propio y no le interesaba saber si nuestro rival en las semifinales sería Bélgica o España. Él ya se siente campeón y lo único que pide es que para los finales le pongamos delante un televisor color en lugar del armatoste en blanco y negro que le dejaron sus yernos.

 

El único que en el barrio mantiene su pronóstico invicto es Luis, el de la Unidad Básica, que renovó las fotos de Maradona y Evita y sacó la bandera del justicialismo a al puerta. Desde hace un mes viene diciendo que la final será entre Argentina y Francia, de manera que ahora empezamos a creerle y mi mujer, que es de Estrasburgo, teme el repudio de todo el barrio si Platini prevalece sobre Maradona.

 

Luis se quejaba el domingo de que Carlos Bilardo, mientras los jugadores festejaban la segunda conquista, se levantara del banco para ordenarles que calmaran el juego y pasaran a la defensiva cuando los ingleses parecían resignados a la goleada. Don Salvatore, alucinado por el hambre, opinó que el Duce debía dictar un decreto ordenando que Dinamarca y Brasil volvieran al Mundial en lugar de Bélgica y Alemania, que dan pena.

 

El peluquero, que es un aguafiestas, se descolgó con una reflexión que nos dejó a todos inquietos. “Casi seguro que en la semifinal va a haber otra sorpresa”, dijo, y preguntó: “¿Cuál de esos muertos –Alemania o Bélgica- se va a levantar de la tumba para amargarle la vida a los que ya creen estar en la final?”. De inmediato lo reprobamos con una silbatina y don Salvatore, que seguía delirando, preguntó por qué teniendo un jugador como Maradona todavía no habíamos conseguido pagar la deuda con el Fondo Monetario Internacional.


Entretiempo, intervenciones literarias.





El árbitro “El fútbol a sol y sombra”, Eduardo Galeano

El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio. Los jueces de línea, que ayudan, pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge. Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y, sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones. A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan. Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.

Viejo con árbol, Roberto Fontanarrosa

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.

—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?

Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.

—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.

-¿Algún tanguito? —probó el Soda.

—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.

El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.

El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.

—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.

El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.

—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.

—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.

—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.

—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

—… ¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.

—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol.

lunes, 28 de octubre de 2019

PROYECTO SALUD BUCAL



Las Instituciones Educativas son los lugares que permiten llevar a cabo el desarrollo de los contenidos idóneos para que los estudiantes adquieran hábitos y estilos de vida saludables, que se prolongarán para toda su vida. Nuestra Institución ofrece el espacio curricular Educación para la Salud como EOI   dando la oportunidad de formar a personas que, utilizando el saber aprendido, podrán construir de manera conjunta unas condiciones de vida adecuadas, que permitirán el óptimo desarrollo y mantenimiento de la salud. Además, tienen la función de contextualizar, articular, profundizar y ampliar los aprendizajes y contenidos de la Formación Específica de la Orientación, incorporando una visión integral que enfatice la promoción y prevención de la salud, tanto a nivel individual como social, desde un modelo participativo y adaptado a las necesidades de los estudiantes.

En nuestra sociedad las enfermedades bucodentales son cada vez más frecuentes, siendo la caries y las enfermedades periodontales (gingivitis y periodontitis) las más comunes. La salud bucodental está directamente relacionada con la salud general y calidad de vida de las personas. Por lo tanto, la presencia de cualquier enfermedad bucodental puede tener un gran impacto en la salud general del sujeto.
            Es por esto, que se toma como eje a la Salud Bucodental pudiendo abordarla interdisciplinariamente junto al Club de Ciencias CAJ, desarrollando diversas actividades de difusión y prevención en la comunidad educativa como así también hacia otras instituciones de la localidad.




Objetivos específicos:
  • Promover y educar en la salud bucodental dentro de la Institución para poderdisminuir el índice de patologías bucodentales.
  • Concienciar a la población infantil, por medio de salidas a escuelas primarias, sobre la necesidad de una higiene bucodental adecuada para evitar problemas futuros en la edad adulta.
  •  Enseñar técnicas de cepillado dental.
  • Trabajar de manera transversal junto al Club de CAJ Ciencias.
Contenidos y Aprendizajes seleccionados:
  • Promoción de comportamientos vinculados con el cuidado de la salud, valorando su importancia: hábitos de higiene, cuidado del propio cuerpo y el de los otros y otras, visita periódica a los servicios de salud.
 • Profundización de los conceptos de salud integral en el marco de lo propuesto por la Organización Mundial de la Salud, considerando las dimensiones biológicas, sociales, económicas, culturales, psicológicas, históricas, éticas y espirituales como influyentes en los procesos de salud enfermedad.
  • Reconocimiento de la salud como derecho y como responsabilidad de todos los actores sociales.
  • Identificación de las epidemias, endemias y pandemias históricas más relevantes; causas, impacto y acciones realizadas para combatirlas, en particular las actuales y las que afectan a nuestra región.
  • Valoración de la importancia de la participación activa en el diseño, construcción e implementación de políticas públicas sanitarias contextualizadas.

Las estrategias:

 Formato/s curricular/es, actividades de apertura para abrir el clima de aprendizaje, intervenciones docentes en los diferentes momentos, diversificación, inclusión de TIC.

Evaluación:
Indicadores de Evaluación
Ciclo Orientado
Toma compromiso ante las actividades planteadas.
Se observaron que los estudiantes mostraron compromiso en las actividades abordadas durante el desarrollo del proyecto.
Trabaja con prolijidad en el uso del material de laboratorio.
Utilizaron de manera adecuada los materiales del laboratorio.
Se disponen frente a nuevas iniciativa ante la necesidad de plantease como Promotores Bucales
Pudieron llevar adelante la difusión del proyecto en las escuelas primarias de la localidad cumpliendo con la función de ser Promotores Bucales.
Se seguirá realizando la promoción en otras instituciones educativas de la localidad.








Dentro de nuestra Institución se realizaron encuestas para conocer el cuidado y problemática bucodentales.